Todos ansiamos
la conquista de la paz y procuramos la alegría de vivir en la Tierra. ¿Sin
embargo, que tipo de felicidad es esa que cuanto más se procura más
apartada permanece? Para que verdaderamente conquistemos la paz y
la felicidad, es urgente reconozcamos nuestras debilidades morales y nos
pongamos a la práctica de la mejoría personal. De las diferentes
angustias que nos apartan de la paz y de la felicidad, la amargura tiene el lugar
de revelo. Pensando en eso, deliberamos escribir a respecto del perdón, por considerarlo ser una de las grandes
virtudes, por vía de los cuales conseguiremos la paz la felicidad codiciadas.
La finalidad
de “perdonar setenta veces siete” proferida por Jesús precisa ser aplicada al
máximo limite en nuestras experiencias cotidianas. No obstante,
excepcionalmente conseguimos perdonar a las personas que nos causaron algún
agravio, lesión, pérdida u ofensa, pues
siempre elegimos permanecer enojados, disgustados, resentidos o heridos (a
veces incluso hasta toda una vida entera e incluso varias encarnaciones). Hay
casos en que en algunos instantes después de la ofensa, quizá, el agresor que
nos daño ya haya olvidado la expresión
infeliz o el insulto que nos dirigió. En lo que tañe a nuestro sentimiento de
justicia, experimentamos en cada
enfrentamiento sufrido la cólera o la aversión y en diversas ocasiones preferimos esparcir con el tiempo esos
sentimientos destructivos, en la forma de rencor, preservando en recovecos de
nuestra mente la aflicción, la agonía,
la ansiedad por largos años.
Jesús enseño:
“Si perdonáis a los hombres las ofensas que
os hacen, también vuestro Padre celestial os perdonará vuestros pecados.
Más si no perdonáis a los hombres, tampoco vuestro Padre o perdonará vuestros
pecados”. (1) Perdonar es una actitud
sublime, más allá del imperativo, ya que para que seamos perdonados es
menester que absolvamos al ofensor. El Creador nos ha indultado desde siempre. Tomándose
por base la invitación del perdón,
enseñado y ejemplificado por Cristo, aprendamos
a no permitir consternaciones, injurias, daños morales de cualquier
especie nos causen repugnancia, decepción
y agresividad delictuosa. Tenemos en la figura incomparable del
Crucificado el ejemplo culminante de clemencia.
Infelizmente,
casi siempre optamos por no perdonar en
el sentido más exacto del término perdón. Creamos imágenes sobre la ofensa
sufrida y permanecemos reproduciendo la amargura a todos los que se cruzan en
nuestro camino, y muchas veces llegamos a las lágrimas, haciéndonos victimas
casi siempre ante todo y de todos.
Cuando nos topamos con alguna persona dispuesta a escuchar nuestra pena,
continuamos reviviendo de continuo la historia del insulto en nuestro corazón.
Esa sensación nos deteriora las ideas y ocupa un inmenso espacio en nuestra
mente. Es una categoría de auto-obsesión. Con la mente embebida de pensamientos de “venganza y justicia de las propias manos”, no alcanzamos raciocinios lógicos; no localizamos expedientes
creativos para las dificultades más simples, arruinamos la aptitud de
concentración, nos tornamos irrequietos
y enfadados con pequeñas cosas.
“El perdón del Señor es siempre transformación
del mal en el bien, con renovación de nuestras oportunidades de lucha y
rescate, en el gran camino de la vida. el perdón es en cualquier tiempo,
siempre un trazo de luz conduciendo
nuestra vida en comunión con Jesús.”(2) Más cuando optamos por no perdonar (o solamente perdonar de
“boca por fuera”), denunciamos al otro por nuestra desdicha, lo que
equivale a responsabilizar al
prójimo por nuestra condición de víctima
en una sin fin amargura. Actuando así, estamos ofreciendo autoridad al
ofensor sobre nosotros, o sea, la facultad de despedazar nuestra paz, nuestra
calma, nuestro placer de vivir (felicidad) y sobre todo nuestra preciosa salud.
No
desconocemos que nuestro estado emocional conduce a la salud de todos nuestros complejos fisiológicos. Cuando
sustentamos buenos pensamientos y serenas emociones, generamos frecuencias
magnéticas que alcanzan todas las
estructuras celulares, conduciendo a las reacciones electro bioquímicas, a la
savia inmunológica, a la división de las células, a la simbiosis entre tejidos,
a la alimentación, a las funciones neuropsíquicas, a la pujanza de ánimo, en
fin, al vigor y a la harmonía del marco orgánico.
Sin sombra de duda, el máximo de
beneficios del perdón es para quien
perdona incondicionalmente. El infractor que nos ocasionó determinado agravio
no está torturado con nuestra situación emocional. “Quien ofende olvida” – dice
el dicho popular – y es verdad! El ofensor, como vía de regla, olvida la
injuria que suscitó nuestro enjuiciamiento con la consecuente condenación. En
buena medida, perdonar constituye aligerar el corazón; arrancar un espino
clavado en el alma, tener dominio sobre tan procurada felicidad y conquistar la
paz.
Jorge Hessen
http://jorgehessen.net
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